martes, noviembre 16, 2010

gato de campo


Hay pequeños charcos a la salida de la casa. Las preguntas que podría hacer acerca de su procedencia se diluyen entre sus besos y sus manos y los charcos, ahí, cada mañana. Meteoritos de angustia antes de adentrarme al bosque.

Alguna vez un ave quiso responderme algo, responderme una pregunta que no recuerdo, pero siquiera tuve el tiempo de devolverle con un plato de atención. Además, qué onda, las aves no responden, ¡siquiera hablan! Sus alas se batieron al revés, al revés y ya está, se perdió en las fauces incólumes del cerro a las tres.

¿Cuántas veces el yo deja de ser? Podría perder la cuenta facilmente. Tanto lanzar yo's a la chuña desparrama lo importante, y la manía dispersa del día a día recrea la verdad como una linda mentira. Si las verdades son crudas, ¿las mentiras son cocidas? ¿Ser es una linda mentira? ¿mentira todo lo cierto? Tampoco tanto. Yo, o lo que creo es yo, se mantiene, al menos en lo que yo creo es mi verdad. Erguida sigue la voluntad por entre las cosas que empujan hacia abajo, como diaulo al suicida ahorcado. Y si todo golpea fuerte, las citas con la existencia llegan a la hora del té, justo cuando los ojos lagrimean de puro cansados, justo cuando el suspiro expulsa y algunos ojos se baten en el R.E.M. más rudo. Aunque ahora que lo pienso, los charcos tal vez sean producto de mis propios ojos... o los ojos de alguien más.

Alguna vez me dijeron que se podía desintegrar nubes con sólo concentrarse. Afirma tus dos manos, apunta, concéntrate y ya. Acordarme de eso ahora no tiene sentido pero apareció ¿qué tienen las nubes que no tengan las otras esponjocidades de esta vida? No es de amargado o falto de azúcar, pero para mi las nubes son una sensación nada más. Será porque lo tangible en estos casos tiene peso de recuerdo, de sensación, como esos algodones que toman el firmamento como caudal, para crear una ilusión y como tal irse, esfumarse. No me vengan con lluvia, truenos o nieve, que no soy científico. Hay misterios gigantes y pequeños, como los charcos a la salida de mi casa, como el gato que me maúlla sonidos mezclados de noche y como las esquinas y los grillos cantores de Viena. Digamos que con eso me basta, de las nubes, no sé, para el otro capítulo de este programa especial. Si la cosa se pone negra, ahí tengo los lápices de colores, a la mano, con el estuche abierto de par en par, como cuando nadé y nadé hasta casi perderme por puro encontrarme.

Como sea, cuando encuentre al de los charcos, lo que sea que sea el causante, se las va a ver conmigo. Yo no tengo ni el tiempo ni las ganas de secar, y con lo caro que está el sol y la vida, ni pensarlo.

Me besa otra vez. Me besa y me abraza, hay charcos y cascadas de alegría cuando vuelve, y algo extraño, un sentir de escalofríos bien lisonjero cuando se va. Debe ser la vida y su zumbido, pienso, debe ser la vida que se teje cosas en marañas complicadas, trucos de mierda que ni pensadores ni malditos desquiciados podrán descifrar. Ahora, si me pregunta, no sé de qué bando estoy yo. A veces de tanto pensar en locuras me pongo muy cuerdo, muy centrado. Pero cuando hablo solo, ay de mi y las conclusiones, es posible que me vea con los ojos quizás por dónde y después ni lo recuerde.

Fijo, las conversaciones vienen en bolsas selladas, ¿sabes? a veces estallan en tu cara y pones cara de pregunta con un toque de exclamación sincera y no sé, el resto es un poco charco, como lo que está a la salida de tantas casas. Los grandes y pequeños misterios son gatos de campo. En serio, todos, y andan ahí con sus existencias peludas, esquivas, peligrosas. Y rara vez, muy rara vez ronronean, y esa es la gracia creo yo.