lunes, julio 13, 2009

sin título uno

Sucede que regreso a las seis de la mañana, con toda la solitaria espesura del frío matinal. Ahí, en el Quilpué de siempre. Llego en estado de zombie-adulto-joven, y ni siquiera puedo tirar sobre la mesa las sensaciones que me traigo de mi antigua casa allá en el sur. Estoy cansado. La espalda torcida de ocho horas de viaje con aire acondicionado (acondicionado a la asfixia diría yo) me pesan. Y los dedos bajo mangas largas, y el desayuno de tostadas con té (que con las réplicas de Chiguayante nunca saben tan bien como allá ), y los párpados a medio camino. De pura flojera. Y tantas cosas, como ir pensando en lo distinta que es una ciudad vacía. Lo mal que hace la gente a algunos espacios. Perderse en esa línea de reflexiones inconexas.

El resto, al fondo de la mochila, entre un par de calcetines sucios que he de lavar, y la cámara con fotos que más que imágenes bonitas trae fragmentos. Trozos de contextos energéticos. Alimento de campeones. Viajes en el tiempo, y almas felpudas que me llevan a esos lugares que gusto de visitar. Reservas que guardo al momento de sentirme solo. Reservas de las que tomo parte apenas empieza a entrar el frío bajo mi puerta. Pilares en formato jpg. Cimientos en formato trascendencia. Las cursilerías más grandes que apenas me animo a escribir de puro vomitivas que son.

Todo es igual, pero al mismo tiempo tan distinto. ¿Qué piensa? La vida loca, como dijo el gran filósofo R. Martin. Nada más que la vida loca... y mi casaca que huele a leña quemada. Y el abrazo de las personas que me quieren de vuelta pronto. ¿Cómo no sentirme afortunado?

Las canciones siguen sonando, y el lunes que ya llega a su mitad me dice lo obvio. Me preparo para un arroz con pollo notable, de esos que se ven allá en el sur no más, y pienso en tanto revoltijo que de tanto se hace uno. Pero uno importante. Como debe ser.

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