domingo, noviembre 23, 2008

Tibieza de domingo


Mi respiración se está calmando de a poco. El ritmo de sensaciones solitarias no tiene porqué ser tan malo, pienso mientras acaricio mis tobillos desnudos. O vas, o vienes, pero los pies y la cabeza se mueven, sea como sea. La actividad empieza a derretir esos hielos autoimpuestos, y una brisa va colándose por debajo de la puerta, lo que hace que muchos de los aromas que se han quedado dando vueltas se empiecen a disipar, descontrolados, juguetones. La gente en la calle sigue danzando en medio del humo blanco que llaman vida, siguen caminando como si en sus días nada fuera tan importante como existir. Y yo los miro sin escucharlos, pero ya no paso de largo. Mi vida también puede ser como la vida de ellos. Tengo en el punto central de mis ojos un ardor que comienza a perderse, mi terquedad se diluye, y los sueños que pude tener van tomando las riendas de mis otras versiones, de mis existencias paralelas. Le doy volumen a mis canciones favoritas y mis ojos parecen del doble de su tamaño.

Comienzo abrazando una, dos, tres veces, sosteniendo entre mis brazos la paz y su silencio exquisito. Y ahí, entre tanta historia, entre tanto sonido céfalo, es como si un aplauso tímido sonara por entre las personas, muy a lo lejos, en la calle, entre mis vecinos, en la fila del supermercado. Un aplauso que no me da la cara, pero que le da más sangre a mis venas, porque es un aplauso para todos, para el mundo. Y doy las gracias. No puedo pasarme la vida gritando melancolías a modo de quejas. Pegando fotos en las paredes, fotos que ya no tienen que estar pegadas. En fin. Sonrío... lo hago porque hay sonrisas que son para mí, personas que me quieren, que me aman, personas que, incluso, aún no me conocen, pero llegaran a conocerme en algún momento, en aquel instante misterioso donde esas sensaciones solitarias se juntan con otras, armando collages, queriendo ir para un lado donde pegue menos el sol de verano, pero menos, también, el frío del invierno.

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