martes, diciembre 16, 2008

La sesión interminable


La sesión de baile seguía. Él iba caminando apresurado para no perdérsela, bordeando el comercio callejero que esta vez parecía más gris y silente de lo normal. Avanzaba a pasos largos, pensando en prender el último cigarro de su cajetilla. Pero era un pensamiento pobre de eventualidades, pues la decisión estaba tomada desde siempre, al menos desde que la conocía: guardaba el último pucho para verla en su sesión, drogada entre las repisas, bailando y curvándose entre su colección de galletas animales.

A unos pasos de ella, de su casa, como asegurándose que todo seguía su curso normal, abría su bolso y acariciaba la carta que siempre llevaba consigo: las letras, el insecto pegado al papel amarillo, los kanjis ilegibles. Y al lado, entre otros papeles, las galletas museo, los dos paquetes que la mantendrían en el aire, o al menos riendo como a él le gustaba. Y sus ojos, Dios, y sus ojos! Cómo quería aspirar el humo mientras miraba la horizontalidad de sus ojos brillantes.

A él no le gustaba drogarse, siempre quiso dejarlo claro, pero creía llegar a un estado similar, o superior, cuando veía que ella lo hacía. Ella no lo supo hasta que se lo contó de pasada, mientras mordía la cabeza de un elefante sin piernas; menos drogada, pero igual de volátil. Entonces, avisándole con segundos de anticipación, ella lo mordió en la espalda, y le indicó que su colección de galletas animales se había terminado, y suspirando profundo, le dijo al oído:
- Ok, ahora te toca a ti…
Parecía que sus palabras jugueteaban en su cabeza, armando escenas extrañas, líneas de texto resumidas pero excitantes. Él trató de descifrar, de sugerir formas de redondear: pensó, por ejemplo, que le tocaba ser una galleta, aunque también creyó que era su turno de drogarse con ella. Al final, nada. Él fue y tomó un paquete de museo, un paquete vacío, la quedó mirando como esperando algo más que una frase suspensiva, y entonces ella masculló algo así como bueno, entonces un gran Kuhen. Pero antes de poder preguntar a qué se refería, ella ya se ponía a bailar otra vez, ignorando la gran interrogante que había entre los dos. Casi automáticamente él dio la vuelta para ir a comprar más galletas. Antes de salir de la habitación escuchó algo así como “al principio todos tienen miedo de enamorarse”. Pero él no estuvo seguro si realmente fue ella o su propia cabeza, por lo que no hizo caso y salió corriendo a buscar el siguiente par de paquetes.

Ahora, seguía corriendo para llegar a tiempo, de vuelta con el encargo que, a su entender, realmente era una orden autoimpuesta. Mientras tanto, de sólo pensarlo, de sólo imaginar animales para morder o guardar, ella reventaba de felicidad otra vez. Él seguía pensando en fumar el cigarro que nunca fumaría antes de llegar, y, claro, simplemente quería disfrutar. Disfrutar la sesión interminable, y los ojos horizontales y brillantes de ella cuando llegaba al corazón de la galleta hipopótamo, su galleta favorita...

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